Conversaciones con preadolescentes I
Ayer tuve un día raro, más bien una semana rara, de esas semanas que no acaban nunca y, por más que intentas iluminarlas, permanecen oscuras sin dejarte ver más allá de su rareza. Una semana muy rara.
Ya de vuelta, deseando llegar a casa, me monté en el coche, sola, quería estar sola para seguir ahondando en la rareza, pero mi primogénito, creo que intuyendo mi oscuridad, insistió en hacer el camino juntos. El silencio apagó la radio para que sólo se vieran las luces de la carretera y, en ese momento, necesité pararme. Pararme, aunque seguía conduciendo, para respirar la oscuridad, respirar las ganas de llorar, respirarme entre tanto cansancio... y, decidí pedirle ayuda. Lo miré, aguantando el volante, y le dije que lo necesitaba para ser mejor persona. Que nos quedaba un precioso proyecto de vida como familia y que la aventura de la adolescencia estaba llamando a nuestras puertas. Que para viajar juntos, necesitaba que me enseñara mis errores cuando yo no los viera, que pudiéramos llamarnos con la mirada cuando metiéramos la pata, con cariño, sin miedo. Que, sin su ayuda, no iba a ser capaz de aprender todo lo que tenía que aprender para acompañarlo y, si me lo permitía, yo estaría velando para ayudarlo a él también, en sus rarezas y oscuridades. Susurrarle cuándo es importante que respire, que pare, que llore o que ría... Sólo quería recordarle que somos un equipo y que yo lo necesito, aunque él ahora a mi no tanto.
Me miró tranquilo y me dijo "me parece una buena propuesta", yo también te necesito.
Y llegamos a casa, nos dimos las buenas noches y cerré los ojos para, por fin, ver que todo se iluminaba.
Ahora entiendo cuando mi segundo hijo, esta tarde, jugando a uno de sus juegos favoritos, me decía: "mamá, tienes que entrenar más".
Y así es, hay veces que cuando todo se oscurece, es necesario pararse, respirar y pedirles ayuda. Saben dar en la clave y ellos también aprenden a pedirla.
Porque las familias tenemos que ser un equipo.
Ahí está el entrenamiento...